Santiago Acosta (San Francisco, EE UU, 1983). Licenciado en Letras. Magíster en Literatura Venezolana por la UCV. Ha publicado el poemario Detrás de los erizos (2007, Ganador del V Concurso para Obras de Autores Inéditos, Monte Ávila Editores) y la plaqueta Caracas (Buenos Aires, 2010).
Caracas Amo la basura, porque la poesía vive ya con la basura. Manuel Vilas Mira qué grande cómo las avenidas lamen los hocicos de los aeropuertos. Mira esta ciudad de historia nueva, de mujeres y hombres nuevos. Dime si no es grande. Caminamos frente a los edificios, les rezamos, les pedimos la eternidad, la chispa de la locura. Les debemos la espiral negra de los estacionamientos, los cincuenta motores que cada mañana nos elevan con sus ladridos perfectos. Mira qué grande. Cómo me gusta esta ciudad. En San Francisco me cansé de la misma sonrisa idiota repetida en todos los rostros. Nueva York es un espanto agotador, un martilleo cruel en las costillas. Ni en Buenos Aires, ni en Bogotá, ni en Madrid, vi árboles tan saludables. Barcelona es un mito, una ciudad simulada, un pasillo de bohemios malnacidos que se ahogan en el mar. Yo amo el amor asesino de los motorizados, los taxis piratas, el temblor agridulce de los camiones de basura a las 12 de la noche. Amo el aire acondicionado de las salas de espera (su rumor de basso continuo), el llanto áspero de los bebés, el estruendo de los patios a la hora del almuerzo. Amo las braguetas abiertas de los mendigos en las ferias de comida, el himno pastoso de la mugre, las oficinas inflamadas y transparentes cual supernovas que nublan el vacío como el halo amarillento de los postes de luz. Adoro el miedo carburando en las aceras con su elasticidad repentina en la luz rota del amanecer. Oh miedo, mi único proyecto, mi última fiebre. Leyendo a La Loca mientras espero que termine de llover, recuerdo a un viejo amigo que murió apuñaleado en la Semana Santa del año 2017. Pero él mismo se lo buscó, sí señor, por no saber lo que es un psicópata, qué clase de carros manejan, qué armas llevan con ellos todas las noches, qué son capaces de hacer si los miras a los ojos, qué significa si aceleran a todo dar. Caracas, estoy detrás de tus rodillas, con la joroba llena de dolor. Yo era para ti. Acércate y calma mi dolor, acaricia mi pelo. Este es nuestro tiempo, pero te haces vieja, lo dicen todos mis amigos, mis amigos derramados, descuartizados por todo el planeta. Mis amigos lejos de ti y de mi corazón. De mi supremo ojo saltan monedas, de mi supremo amor cae el peso de tus ruidos industriales. Eres una autopista dorada, el mármol negro de la aceleración. Yo soy tu órgano rojo. Odio los amaneceres, odio la brisa y la luz de la mañana, su nitidez intacta que pretende burlarse de mí. Esta es mi lanza, esta es mi bicha —digo como Arquíloco—, apoyado en ella bebo y con mis músculos desafío a los barcos. Así espero (esperamos) durante siglos la llegada del fantasma de Dios, el más evolucionado de todos los simios, oh Cristo verde, mutante resucitado que vendrá a incendiar nuestra ciudad pero yo le partiré la cara. ¿Qué cosa es la ciudad?, ¿nos interesa a los poetas? ¿Habrá ciudades después de la muerte? ¿El cerebro es como una ciudad? Las paredes laten con firmeza, se calientan. El futuro es un pozo de negaciones, una cifra escrita en la vigilia, una vena que no brota... Estamos locos, pesa el intestino bajo los ojos, pesa la cáscara del desaliento. El hastío nos revela el pulso concreto de las cosas y en el torpor de la noche comprendo que soy varios poetas, 3.05 am, ahora entiendo que soy mis dedos poetas mirando como yo hacia una pantalla luminosa, bebiendo como yo, masturbándose como yo en la noche ciega de Caracas. Mira qué grande, qué bonito. Bajo este cielo justo nos tumbamos, estamos tumbados, y en nuestras manos se hincha el glande robusto de la felicidad.