Daniela Camozzi

Daniela Camozzi. Nació en 1969, en Haedo, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Publicó los libros de poemas: La felicidad ajena (2008), Mones Cazón (2015), El amor en Blade Runner (2016) y La brecha que existe entre los cuerpos (2018). Tradujo las antologías poéticas: Canción de cuna y otros poemas de Joseph Brodsky (2009) con Walter Cassara, Donde sea que vaya y otros poemas de Muriel Rukeyser (2015) y La cúpula de cristal (2018) de Amy Lowell. Coordina talleres de poesía y otras actividades en la organización social y feminista No Tan Distintas.

el amor como duda y como viaje
rachael 

no me interesa saber si somos tan distintos

o si justamente por eso huimos juntos, 

envueltos en una música

que parece llegar de las estrellas

en un viento que es de este mundo

pero ruge huracanado como si viniese

del lejano lugar en que me hicieron

desafiás todo lo esperado de vos,

amándome, a mí, que solo tengo

mi estola gris, estos rizos de muñeca,

unos ojos que apenas parpadean,

la única posibilidad de mis programaciones

quizá ya se cumplió la fecha

estipulada para mi muerte

o quizás este viento que ahora

parece soplar incluso más fuerte

no nos deja pensar si el tiempo

que nos queda es mucho o casi nada

de un modo o de otro, Deckard,

aquí estamos, viajando en el más bello

convertible nunca visto

cada vez más lejos de la atroz secuencia

de los origamis, del cazador

que tan seguro estaba de atraparnos

De El amor en Blade Runner

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filtrar la luz

Era la rama con la luz.
        Arnaldo Calveyra


Otra vez un viento
entre las hojas de la parra.
Pero ya nada se derrama ni se cae.
Mamá se ríe ahora
sin preocupaciones
sentada en el sillón
de hierro del patio.
Sonríe con mi hermana a upa
mientras se acomoda el pañuelo
que la protege del sol.
Un sol que pega fuerte
en el verano de la tarde
y atraviesa las hojas.
Es una escena que reaparece
en las mejores tardes de verano
cuando estoy al reparo de algún verde
y las hojas se mueven levemente
y al moverse dejan
filtrar la luz.

De Mones Cazón

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ayer soñé una vez más con la terraza

Pero no era mamá descolgando
con cuidado la ropa
para que nada rozase
la suciedad del piso.

Era yo la que subía
llevando en mis brazos
a un hombre
para ayudarlo a flotar
en un lago suspendido
sobre el techo gris
de nuestra casa
sin terminar.

Desperté con la sensación
del agua en el cuerpo
y pensé: este es
otro cuento de amor
total y puro, una variación
del sueño recurrente,
sobreimpreso en el paisaje
de mi infancia.

Ahora
que ya no siento esa agua,
me invade una nota nueva:
quizá no era un hombre
sino el hijo que no tuve,
al que nunca llevaré
flotando en una pileta
como hacen esas madres
tan distintas a la mía.
Esas que aprenden
a nadar con ellos,
los abrazan y después
aprenden a soltarlos.

De La brecha que existe entre los cuerpos